Tampoco te tengo a ti, Almudena

 

Lo he contado muchas veces, conocí a Almudena Grandes en un día de perros. Serían las ocho de la noche y estaba en Cálamo firmando, creo, "los aires difíciles" o "atlas de geografía humana", que la memoria es frágil y la mía, endeble. Entré a la tienda sin saber que estaba, buscando refugio en algún libro cuando bajaba desde la Casa Grande después de pasar la noche y el día con mi madre. Estaba bajo la escalera, sola, esperando a sus lectores espantados por el temporal. Tomé su libro, me lo dedicó y hablamos un rato, nos descubrimos de la misma quinta, del 60, y me hechizó con sus ojos negros, su pelo negro, su charla a bocanadas de fumadora empedernida buscando aire y su voz rasposa. Echamos un cigarro bajo el porche de la plaza San Francisco y la esperé en el hemisferio (ayer mismo estuve allí y me acordé de ella) hasta que cerraron la librería. Otra charrada larga y un par de cubatas antes de la despedida, cuando vino Paco a rescatarla. Ahora lamento no haberme ido a cenar con ellos, pero mi cuerpo no daba para más en aquellos días de hospital. 

Hoy leo que Almudena se ha muerto, que la única escritora de la que he leído todos sus libros me ha dejado huérfano de emociones; de sus ojos negros, de su pelo negro y  de su voz rasposa con la que esperaba conversar algún otro rato, cuando, en su próximo libro, me presentara en Cálamo para decirle: echamos un cigarro, que hoy sí me puedo quedar a cenar, que ya no tengo madre, ni a ti, Almudena.

Comentarios