Fábula del tonto útil que acabó sentándose sobre el botijo.

Érase que se era un gran señor que quería invitar a un poderoso barón a una gran comilona, pero como, si lo veían festejar a solas con el barón, iba a suscitar críticas y desconfianzas de otros barones y señores, decidió invitar a la comida a un segundo barón vecino, orgulloso representante de un humilde territorio quien, desconfiado, pidió opinión a su señor jerárquico que lo animó a acudir al convite porque, según le aseguró, no solo iba a disfrutar y beneficiarse del ágape sino que iba a estar en plano de igualdad con esos dos notables.

Llegado el día, se juntaron a la mesa para degustar un banquete pantagruélico: una sopa de nabos y caviar iraní de entrantes, una rica mariscada para continuar y, por fin, un plato principal a base de un apetitoso faisán trufado acompañado de patatas como guarnición. 
El gran señor dispuso la forma de degustar los manjares, de forma que ambos invitados tuvieran la misma participación en el ágape y así obró:
- Yo, como gran señor que soy, degustaré de todos y cada uno de los platos, de forma que comprobéis mi buena voluntad de anfitrión. 
De los entrantes, el barón primero dará cuenta del caviar iraní, que es aperitivo bien pequeño y para el barón segundo reservo la nutritiva y abundante sopa de nabos.
La mariscada la compartiremos el barón primero y yo, cediendo generosamente para el barón segundo el chupeteo de las cabezas del marisco que, como todo el mundo sabe, es lo más sabroso de estos animales.
El faisán lo repartiremos de la misma manera pues bien sabido es que el territorio del barón segundo es rico en trufas, él puede degustarlas cuando quiera mientras que las patatas de la guarnición  le corresponden al ser un manjar que ha servido de ornato a tumbas de reyes, y es heredero de reino, y de grandes hombres. 
Las bebidas serán de ambas baronías, y aunque yo libe de todas, el barón segundo probará las ricas aguas medicinales que aporta el barón primero, mientras que este catará los olorosos caldos de garnacha que traiga el segundo.
Los dulces de monasterio acompañarán a licores y cafés, infusión de espliego para el barón segundo, que ha estado malo.

Finalizado el banquete, los tres comensales acudieron a sus cortes a contar la experiencia culinaria. El gran señor y el barón primero loaron las delicias consumidas, mientras que el desagradecido barón segundo, quejose de haber sido plato se segunda mesa. El revuelo fue enorme: ¡mentirososooooo! decían al unísono el gran  señor, el barón primero y su cohorte de aduladores. Si había caviar y faisán y marisco, vinos, cafés y licores a placer. ¡Mentirosoooo!. Hasta algunos barones del sureste recordaron que éstos (el barón segundo y sus antecesores) siempre acaban sentados sobre su botijo. Mensnaderos, bufones, cronistas, saltimbanquis y otras personas de fama, opinaron del banquete sin haber probado ni migaja: pues si había caviar, decían unos; pues si había faisán, aseveraban otros, y hasta marisco, concluían los más... ¿De qué se queja?


El caso es que el barón primero y el barón segundo nunca volverían a cenar junto al gran señor, y el barón segundo no sólo se sentó sobre su botijo sino que aludió a no sé qué peregrinas razones para reafirmar su descontento, gran error, pues no hay mejor manera de caer en la sinrazón que razonar razones peregrinas que no hacen sino abundar en las razones de los detractores.

Mientras tanto, el gran señor ya estaba preparando otro opíparo banquete con una baronesa del centro del reino para poco tiempo después y, si no, al tiempo.

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