Menos mal, alabo la decisión de Santillana de mantener la obra de Roald Dalh sin cambiar una coma. Incorporé a Matilda al grupo de mis heroínas del que ya formaban parte la Ingrid del Capitán Trueno, la entrañable Ana la de las tejas verdes, la Celia de Elena Fortún, la George o las chicas de los siete secretos (Janet, Bárbara y Pamela) de Enid Blyton, junto con Pippi Langstrump (que se incorporó desde la tele), fueron mis primeras heroínas, mis primeras referencias de que más allá de Ivanhoe, por ejemplo, había mujeres aguerridas, pero en otras guerras, como la imaginación o el fantasma de la libertad.

Me he escandalizado al saber que los herederos y editores de Dalh iban a reescribirlo para adaptarlo a los tiempos (y para mejorar las ventas, claro está), no porque no me gusten las readaptaciones, bienvenidas sean la Antígona de Anouilh o esas reinterpretaciones teatrales o cinematográficas de novelas; conozco la Caperucita de Perrault y me encantan sus versiones pensadas en femenino, pero sé que leo la una y las otras y disfruto con todas y sabiéndolo. 

Reescribir a Dalh sin poner, en contrapágina el original es como negar la barbarie nazi o el suicidio de Virginia Wolf. Cada libro tiene su historia, negarla es renegar de su origen y el origen, a veces, es tan importante como el texto.

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